Ella tenía un hombre
Cada tarde, al nacer de la penumbra,
con su cesta de compra de la mano,
y el paso tembloroso
de quien no está seguro de sus pasos,
recorría la senda, junto al muro,
del viejo cementerio del poblado.
Nunca entraba. La puerta,
de barrotes de hierro escarolados,
siempre estaba entornada.
La hiedra alzaba su extendido abrazo
por los muros de piedra
de la vieja capilla. Tantos ramos
de flores ya marchitas, tantas fechas
y nombres cincelados en el mármol,
tanto silencio hundido
en tantos elocuentes epitafios…
La mujer se acercaba cada día,
detenía su paso,
y miraba a través de los barrotes,
en tensa reflexión, como esperando
que una sombra acudiera a su visita,
besándole en los labios.
Y sólo el sol, cansado, moribundo,
le daba un beso de sabor amargo.
¿En qué desolador, inverosímil,
cementerio de astros
dormirá el sol la muerte de su noche?
¿En qué rincón perdido del espacio?
Era joven y hermosa,
pero nunca miraba a los extraños,
aunque al pasar sentía sus miradas
lamiéndole la piel de orquídea y nardo.
Ella tenía un hombre, aunque dormido,
un hombre que le fuera arrebatado
antes del tiempo en que el amor madura,
y antes de madurar los desengaños.
Un susurro le sigue en su camino,
mezcla de póstuma caricia y llanto,
susurro familiar, que se acentúa
junto a esa puerta, a corazón quebrado.
Los Angeles, 18 de octubre de 2004