Secuestro y muerte
A la memoria de Cristina Echeverri,
de 24 años, asesinada meses después
de su secuestro.
El terror indiscriminado, sea de FARC,
o de ETA, o de cualquier otro origen,
debe ser simplemente aplastado, por cualquier
medio posible.
La sangre del inocente
clama por venganza al cielo,
no por justicia, que duerme,
o tal vez se nos ha muerto.
Hierve el corazón en ira,
y en confusión el cerebro,
inquieta la mano busca
la culata o el veneno
para enmudecer las voces
que nos imponen silencio.
Y entre violetas y lirios,
el pie se afirma resuelto
sobre la víbora esquiva
deslizándose en el huerto.
No hay camino de palabras
para el sordo; ni hay conceptos
conductores de la calma
al ignorante altanero.
Tan sólo la fuerza bruta
es aviso y mensajero
para quien la vida ajena
maneja con tal desprecio.
Medios hombres, perfumados
en hedor de estercolero,
se la llevaron cautiva,
amordazándola en miedo.
Disfrazados de doctrinas
políticas, prisioneros
de dirigentes bastardos,
turbios y semialfabetos,
pisotearon la rosa,
violando pétalo a pétalo
su belleza fresca y joven
bajo sus botas de cuero.
Ni lágrimas ni temblores
fueron obstrucción o freno,
que el esbirro sólo es fuerte
si está el mártir indefenso.
Y bajo la húmeda hierba
se desnudaron sus huesos.
La sangre del inocente
clama por venganza al cielo,
y si el cielo no responde,
¿quién debe blandir el hierro?
La estatua de la Justicia,
con ojos de mármol ciegos,
debe arrancarse la venda,
desenvainar el acero,
degollando a los esbirros
y a quienes les protegieron.
Si permanece impasible
en su hornacina, su gesto
de imparcialidad sucumbe,
y no es más que un monumento.
Alcese la mano finme,
suene el clarín a degüello,
y quien rechaza la vida
mañana amanezca muerto.
Miami, 19 de febrero de 2002