La Guerra
El hombre se aburría,
y un día, imbécil, inventó la guerra
su hueco narcisismo, indiferente
a que mujer y niño la sufrieran.
El hombre era el león, autoritario,
y la mujer y el niño la gacela.
No fue la repulsión de injusto ataque,
ni fue el hambre el motor de su estrategia;
fue la arrogancia absurda,
y la rapacidad por nuevas tierras.
En un principio no sintió el apremio
de alegar argumento en su defensa;
era el jefe tribal, amo, cacique,
su ley el puño más que la cabeza.
Pero siguió a la espada la escritura,
se pronunciaron mentes descontentas,
y se inventaron dioses partidistas
para justificar cada violencia.
Zeus, Odín, Alá, Yahvé, blandiendo
el rayo de la muerte, o la promesa
de huríes o walkirias
de senos duros, vírgenes que esperan
a los guerreros muertos sobre el campo
para otra vida sensorial eterna.
‘En el nombre de Dios’, falaz consigna,
paraíso a quien venza,
infierno a quien no sabe
desarrollar, luego imponer, la fuerza.
Se degüella el carnero,
se levanta el altar de doce piedras,
y el humo en espiral dirige al cielo
el olor de la carne. Se congrega
la muchedumbre bélica y decide
que la nariz de Dios huele y aprueba.
Josué, por Dios, incendia y extermina,
y por sus dioses lo hace Julio César;
‘cree o muere’, el califa coacciona,
‘Dios lo quiere’, el cruzado vocifera.
Con sus divinidades por escudo,
exculpa el hombre sangres y cadenas.
El hombre no es otro hombre para el hombre,
es lobo que recorre las estepas
con hambre a veces, y en cruel deporte
con mucha más frecuencia.
Primero fue la lanza primitiva
con su punta de piedra
para abatir al búfalo, tornándola
contra su propio hermano en la pradera.
En su progreso fue perfeccionando
tácticas de matar con arco y flecha.
Llega el alfanje con su fanatismo
de aniquilar infieles, en las venas
sólo un deseo airado, y en la mente
la intolerancia de una sola idea.
Omar detiene su caballo, encara
la augusta biblioteca
de Alejandría, y bárbaro proclama
vergonzosa sentencia:
‘Si esos libros están en armonía
con el Corán, duplican y reiteran;
si están en contra, son perjudiciales;
en ambos casos destruídos sean’.
Y se alzaron las llamas,
y la cultura se perdió en pavesas.
Llegó la pólvora, y el cuerpo a cuerpo,
el llamado valor, y la destreza,
cedieron a la extraña cobardía
del disparo lejano. Ya las puertas,
en vez de sucumbir a golpe de hacha,
a golpe de cañón quedan deshechas.
Y se va haciendo el hombre más cobarde,
perfeccionando máquinas de guerra,
y el tanque, el avión, siempre lejanos,
sin ver a su oponente en la contienda,
destruyen indiscriminadamente
bajo presión de interruptores, teclas.
Soldados, instrumentos de la muerte,
que únicamente a masacrar se adiestran,
el mismo espíritu, menor disculpa,
que el vecino ancestral de las cavernas.
Y el rey o el presidente, ya no acude
a la primera línea, sólo ordena
la asolacion, oculto entre las faldas
de su palacio; inventa
pretextos, subterfugios, los reviste
de altruísmo y nobleza,
pero envía los hijos de los otros,
nunca los suyos propios; las monedas
de Judas estos días
compran la impunidad que ellos tuvieran
en conflictos de antaño;
siempre el poder mueve las mismas cuerdas,
siempre los mismos sucios intereses,
y el mismo escalafón de marionetas.
La sangre propia corre en cauces de oro,
en cauces de hormigón la sangre ajena.
A hierro, a tala, a fuego,
a radioactividad… ¡Qué primavera
de muerte floreciendo entre las ruinas!
Ay, Hiroshima, ‘Little Boy’ no juega,
sólo destroza vidas inocentes;
Oh, Nagasaki, ‘Fat Man’ desintegra
la ciudad de Madama Butterfly;
otro cobarde Pinkerton te deja
en soledad, sin hijos, destrozada,
como antaño dejó a la joven geisha.
El poderío tiene pies de acero,
su razón es la fuerza;
bárbaros neardentales
blasonan de hidalguía, sus cabezas
emiten humo negro,
son hombres chimeneas
de pensamiento oscuro,
de hipócritas agendas,
que pretenden llevarnos de la mano,
o arrastrados quizá, a la edad de piedra.
Antes de que lo logren,
antes de que nos maten, que se mueran.
Los Angeles, 25 de noviembre de 2006