Ladrón de vidas jóvenes
En la nevada tundra, en la pradera,
lobo y hiena rastrean los rebaños,
eludiendo pacientemente al grupo,
y aislando a débiles y rezagados.
El lobo tiene dignidad; la hiena
es la vileza, la ruindad, el asco.
Y así eres tú, cerebro retorcido,
alma de piedra en hábito de harapos,
a la caza del talle adolescente
que has de apropiarte por brutal asalto.
La impotencia sexual es la barrera
limitadora de tu propio espacio,
que engendra dudas, y aborrecimiento,
e irritada conciencia de fracaso.
No puedes, y no sabes, aunque quieres,
y en anormal mentalidad de macho
dejas vagar tu instinto por las calles,
a caza de inocentes solitarios.
Oh, qué valor, qué hombría, qué victorias
sobre inexperta edad de cortos años,
inepto amante, fanfarrón vacío,
hijo de la violencia y del engaño.
Niñas esbeltas de infantil mirada,
lejos de ser mujeres, y muchachos
imberbes, soñadores de astronaves,
quirófanos, escuelas o teatros.
Tanta ilusión de amores y carreras
cortadas a cuchillo o a disparos,
tanta belleza inalcanzable ahora,
desangrada en la hierba o el asfalto.
Y tú, ¿no sientes una sola fibra
estremecida ante el terror o el llanto?
¿Cómo inmovilizar el engranaje
de esa máquina absurda que arrollando
inexorable vidas indefensas,
repite sin cesar los mismos actos?
Ni la razón ni la amenaza obligan,
y Dios es lento en arrojar el rayo;
álcese mano súbita y violenta,
que el hierro contra el hierro es necesario;
sólo tu muerte, sembrador de tumbas,
pondrá punto final a tal agravio.
El recuerdo sangriento de los hijos
y de las madres el lamento amargo
han de fluir indefinidamente;
ladrón de vidas, ese es tu legado.
Los Angeles, 14 de septiembre de 2000